sábado, 11 de septiembre de 2021

Afganistán veinte años después

 

Afganistán veinte años después

Fernando Rospigliosi

 

        En 2001, los Estados Unidos enviaron pequeños destacamentos de las Fuerzas Especiales del Ejército y paramilitares de la CIA a Afganistán y en un par de meses derrotaron a los talibanes. Después empezó otra historia.

        A poco de conmemorarse la tragedia del 11 de setiembre de 2001, veinte años después –como el título de la novela de Alejandro Dumas-, los Estados Unidos evacuaron de manera ignominiosa Afganistán, abandonando a sus aliados y dejando un país peor del que encontraron.

Maletas con dólares y transmisores

        Al día siguiente de los atentados de Nueva York y Washington el presidente George W. Bush declaró la guerra a los terroristas y, cuando los talibanes se negaron a entregar a Osama Bin Laden, ordenó la invasión de Afganistan.

        Como cuenta Doug Stanton en su excelente libro “Soldados a caballo. Una extraordinaria historia de guerra del siglo XXI”, los militares norteamericanos no estaban preparados para eso. “Normalmente, en la estantería del Departamento de Defensa había un plan de contingencia para invadir un país [pero] no existía ningún plan de ese tipo para Afganistán: nada, ni un trozo de papel que describiera como se podía movilizar hombres y armas para tomar aquel lugar”.

        Pero Bush y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld querían acción inmediata. El general Tommy Franks, jefe del Comando Central de EE.UU. (CETCOM) –que dirigiría luego la fuerza multinacional que ocupó Afganistán-, dijo que se necesitarían 60,000 hombres y seis meses para hacerlo. Entonces el director de la CIA George Tenet propuso una alternativa de emergencia, enviar agentes de la agencia y efectivos de las Fuerza Especiales. Hicieron eso.

        El United States Army Special Forces Command (USASFC) tiene su sede en Fort Bragg y contaba en ese momento con 9,500 hombres en total, divididos en varias unidades. El encargado de Oriente Medio y África era el Grupo V.

Básicamente hay dos tipos de fuerzas especiales. Uno, por ejemplo los SEAL de la Marina –los que acabaron luego con Bin Laden- o la fuerza Delta del Ejército, pequeños grupos muy especializados con gran capacidad de acción militar. Dos, los Boinas Verdes, entrenados para captar, persuadir y ayudar a los enemigos del enemigo, organizarlos, instruirlos, equiparlos y combatir en guerra irregular.

        Los Boinas Verdes estaban muy venidos a menos luego de la guerra de Vietnam, pero esta vez cumplieron una labor decisiva en Afganistán.

        Los paramilitares de la CIA y los primeros hombres de las Fuerzas Especiales empezaron a llegar a Afganistán el 19 de octubre de 2001 y llevaban básicamente dos armas: maletas llenas de dólares y transmisores.

        Trabajaron sobre todo con la Alianza del Norte, una coalición de tribus y caudillos militares enfrentada con los talibanes, y también ayudaron a otros señores de la guerra. Los financiaron y orientaron en los combates.

        Los transmisores sirvieron para dirigir a los bombarderos que despegaban de los portaviones situados en el Océano Índico y en algunas bases relativamente cercanas. La USAF jugó un papel muy importante en la derrota militar de los talibanes que carecían de aviación.

        En tres semanas desde la llegada de la avanzadilla norteamericana, la Alianza del Norte tomó la importante ciudad de Mazar e Sharif, que precipitó el derrumbe talibán. En ese momento había menos de 50 militares norteamericanos sobre el terreno.

        Stanton resume así la situación al final de la misión: “aproximadamente 350 soldados de las Fuerzas Especiales, 100 agentes de la CIA y 15,000 soldados de la tropas afganas salieron victoriosos” derrotando un ejército de entre 50,000 y 60,000 talibanes. No obstante, desde mediados de diciembre les ordenaron abandonar el país y en los primeros meses de 2002, cuando todos terminaron de salir de Afganistán con la talibanes ya derrotados, EE.UU. había gastado apenas 70 millones de dólares en el empeño.

Construir un país, imponer la democracia

        Pero ese no fue el final de la historia, sino solo el comienzo. Los EE.UU. –y sus aliados occidentales- se empeñaron en construir un país, donde muchos historiadores y especialistas dicen que no existe una entidad de esa naturaleza, sino un conjunto de tribus, clanes y etnias que pelean entre sí, dentro de una frontera trazada artificialmente por las grandes potencias hace siglos. Y, más equivocados e imprudentes aún, quisieron establecer una democracia, imponiendo un sistema político a quienes no querían tenerlo.

        Académicos y políticos norteamericanos como Jeane Kirkpatrick, Samuel Huntington y Henry Kissinger han criticado esa obstinación de la política exterior norteamericana que, de un lado, defiende sus intereses, y de otro intenta imponer la democracia en lugares donde, según muestra la experiencia, no es posible hacerlo. Y este último propósito muchas veces es contradictorio con sus propios intereses y lleva a desastres, tanto para los EE.UU. como para los países y pueblos involucrados.

        Eso ha ocurrido en Afganistán y sucedió también poco después en Irak, donde derrocaron a un tirano brutal como Sadam Husein (no tenía armas de destrucción masiva y no albergaba a Al Qaeda), que mantenía el país unido y era un contrapeso a Irán en esa región. Hoy día –después de decenas de miles de muertos y miles de millones de dólares gastados- Irak no tiene una democracia, su pueblo está en la pobreza, y la influencia de Irán es dominante.

        O, después, en Libia, gobernada por un tirano demencial como Muamar Gadafi al que contribuyeron a derrocar, y hoy se está desintegrando, sumida en el caos y es refugio para terroristas.

        En ningún caso, esas intervenciones han significado una mejora significativa para los pueblos de esos países, que se han desangrado –y siguen desangrándose- en medio de la violencia. Por supuesto, no existe ningún régimen democrático en esos lugares. Los EE.UU. han perdido miles de vidas, han gastado inútilmente decenas de miles de millones de dólares y, no menos importante, han perdido credibilidad, sus aliados hoy día los miran con desconfianza –con justificada razón- y sus adversarios han avanzado en influencia.

        Esas lecciones no parecen permear ahora a los altos cargos del gobierno norteamericano.

        Es de esperar que en el futuro el análisis de los reveses ayude a corregir esos errores. El papel de los EE.UU. en el mundo, aunque disminuido en las últimas décadas, sigue siendo decisivo.

       


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