Afganistán veinte años después
Fernando Rospigliosi
En
2001, los Estados Unidos enviaron pequeños destacamentos de las Fuerzas Especiales
del Ejército y paramilitares de la CIA a Afganistán y en un par de meses
derrotaron a los talibanes. Después empezó otra historia.
A
poco de conmemorarse la tragedia del 11 de setiembre de 2001, veinte años
después –como el título de la novela de Alejandro Dumas-, los Estados Unidos evacuaron
de manera ignominiosa Afganistán, abandonando a sus aliados y dejando un país
peor del que encontraron.
Maletas con dólares y
transmisores
Al
día siguiente de los atentados de Nueva York y Washington el presidente George
W. Bush declaró la guerra a los terroristas y, cuando los talibanes se negaron
a entregar a Osama Bin Laden, ordenó la invasión de Afganistan.
Como
cuenta Doug Stanton en su excelente libro “Soldados a caballo. Una
extraordinaria historia de guerra del siglo XXI”, los militares norteamericanos
no estaban preparados para eso. “Normalmente, en la estantería del Departamento
de Defensa había un plan de contingencia para invadir un país [pero] no existía
ningún plan de ese tipo para Afganistán: nada, ni un trozo de papel que
describiera como se podía movilizar hombres y armas para tomar aquel lugar”.
Pero
Bush y el secretario de Defensa Donald Rumsfeld querían acción inmediata. El general
Tommy Franks, jefe del Comando Central de EE.UU. (CETCOM) –que dirigiría luego la
fuerza multinacional que ocupó Afganistán-, dijo que se necesitarían 60,000
hombres y seis meses para hacerlo. Entonces el director de la CIA George Tenet
propuso una alternativa de emergencia, enviar agentes de la agencia y efectivos
de las Fuerza Especiales. Hicieron eso.
El
United States Army Special Forces Command (USASFC) tiene su sede en Fort Bragg
y contaba en ese momento con 9,500 hombres en total, divididos en varias
unidades. El encargado de Oriente Medio y África era el Grupo V.
Básicamente hay dos tipos de fuerzas
especiales. Uno, por ejemplo los SEAL de la Marina –los que acabaron luego con
Bin Laden- o la fuerza Delta del Ejército, pequeños grupos muy especializados
con gran capacidad de acción militar. Dos, los Boinas Verdes, entrenados para captar,
persuadir y ayudar a los enemigos del enemigo, organizarlos, instruirlos,
equiparlos y combatir en guerra irregular.
Los
Boinas Verdes estaban muy venidos a menos luego de la guerra de Vietnam, pero
esta vez cumplieron una labor decisiva en Afganistán.
Los
paramilitares de la CIA y los primeros hombres de las Fuerzas Especiales
empezaron a llegar a Afganistán el 19 de octubre de 2001 y llevaban básicamente
dos armas: maletas llenas de dólares y transmisores.
Trabajaron
sobre todo con la Alianza del Norte, una coalición de tribus y caudillos
militares enfrentada con los talibanes, y también ayudaron a otros señores de
la guerra. Los financiaron y orientaron en los combates.
Los
transmisores sirvieron para dirigir a los bombarderos que despegaban de los portaviones
situados en el Océano Índico y en algunas bases relativamente cercanas. La USAF
jugó un papel muy importante en la derrota militar de los talibanes que
carecían de aviación.
En
tres semanas desde la llegada de la avanzadilla norteamericana, la Alianza del Norte
tomó la importante ciudad de Mazar e Sharif, que precipitó el derrumbe talibán.
En ese momento había menos de 50 militares norteamericanos sobre el terreno.
Stanton
resume así la situación al final de la misión: “aproximadamente 350 soldados de
las Fuerzas Especiales, 100 agentes de la CIA y 15,000 soldados de la tropas
afganas salieron victoriosos” derrotando un ejército de entre 50,000 y 60,000
talibanes. No obstante, desde mediados de diciembre les ordenaron abandonar el
país y en los primeros meses de 2002, cuando todos terminaron de salir de
Afganistán con la talibanes ya derrotados, EE.UU. había gastado apenas 70
millones de dólares en el empeño.
Construir un país,
imponer la democracia
Pero
ese no fue el final de la historia, sino solo el comienzo. Los EE.UU. –y sus
aliados occidentales- se empeñaron en construir un país, donde muchos historiadores
y especialistas dicen que no existe una entidad de esa naturaleza, sino un
conjunto de tribus, clanes y etnias que pelean entre sí, dentro de una frontera
trazada artificialmente por las grandes potencias hace siglos. Y, más equivocados
e imprudentes aún, quisieron establecer una democracia, imponiendo un sistema
político a quienes no querían tenerlo.
Académicos
y políticos norteamericanos como Jeane Kirkpatrick, Samuel Huntington y Henry
Kissinger han criticado esa obstinación de la política exterior norteamericana
que, de un lado, defiende sus intereses, y de otro intenta imponer la
democracia en lugares donde, según muestra la experiencia, no es posible
hacerlo. Y este último propósito muchas veces es contradictorio con sus propios
intereses y lleva a desastres, tanto para los EE.UU. como para los países y
pueblos involucrados.
Eso
ha ocurrido en Afganistán y sucedió también poco después en Irak, donde
derrocaron a un tirano brutal como Sadam Husein (no tenía armas de destrucción
masiva y no albergaba a Al Qaeda), que mantenía el país unido y era un
contrapeso a Irán en esa región. Hoy día –después de decenas de miles de
muertos y miles de millones de dólares gastados- Irak no tiene una democracia, su
pueblo está en la pobreza, y la influencia de Irán es dominante.
O,
después, en Libia, gobernada por un tirano demencial como Muamar Gadafi al que
contribuyeron a derrocar, y hoy se está desintegrando, sumida en el caos y es
refugio para terroristas.
En
ningún caso, esas intervenciones han significado una mejora significativa para
los pueblos de esos países, que se han desangrado –y siguen desangrándose- en
medio de la violencia. Por supuesto, no existe ningún régimen democrático en
esos lugares. Los EE.UU. han perdido miles de vidas, han gastado inútilmente decenas
de miles de millones de dólares y, no menos importante, han perdido
credibilidad, sus aliados hoy día los miran con desconfianza –con justificada
razón- y sus adversarios han avanzado en influencia.
Esas
lecciones no parecen permear ahora a los altos cargos del gobierno
norteamericano.
Es
de esperar que en el futuro el análisis de los reveses ayude a corregir esos
errores. El papel de los EE.UU. en el mundo, aunque disminuido en las últimas
décadas, sigue siendo decisivo.
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