El viernes 24 de julio la catedral de
Santa Sofía, en Estambul, se convertirá nuevamente en una mezquita, por
decisión del presidente turco Recep Tayyip Erdogan.
Santa Sofía (la Santa Sabiduría, en griego) fue
durante siglos la catedral más importante y más imponente del cristianismo en
el mundo, hasta la caída de Constantinopla en manos de los turcos en 1453 (ver
al respecto el excelente libro del historiador británico Roger Crowell “Constantinopla
1453. El último gran asedio”).
Desde esa fecha Santa Sofía fue convertida en
una mezquita. Pero en 1931 el padre de la Turquía moderna, el militar laico Mustafá
Kemal Ataturk, con buen criterio, la convirtió en un museo. Nueve décadas
después, Erdogan, un dictador islamista, ha revertido esa decisión.
Un episodio poco conocido es el que relata
Winston Churchill en sus memorias de la I Guerra Mundial, “La crisis mundial
1911-1918”. En 1915, cuando Turquía estaba en la guerra al lado de las
potencias centrales, Alemania y Austria Hungría, los aliados pudieron haber
reconquistado con relativa facilidad Constantinopla y expulsado a los turcos de
la Europa continental. La estupidez, los celos y la mezquindad de algunos de los
gobernantes de aquel entonces lo impidió.
En noviembre de 1914, el gobierno ruso hizo
saber a Inglaterra y Francia que ellos deseaban hacerse de Constantinopla y los
Dardanelos cuando ganaran la guerra. A través de los estrechos de los
Dardanelos Rusia tiene acceso desde el Mar Negro al Mar Mediterráneo, pero en
manos de una potencia hostil como Turquía estaban bloqueados. “En los primeros
días de marzo [de 1915], Francia y Gran Bretaña dieron a conocer al gobierno
ruso que estaban conformes con la anexión de Constantinopla por Rusia –dice Churchill-
como parte de una paz victoriosa y este hecho importante fue hecho público el
día 12.”
Pero los griegos también querían Constantinopla. En agosto de 1914, apenas iniciada la guerra, habían ofrecido
su participación a los aliados, que no la aceptaron porque en ese momento
todavía Turquía no entraba en la contienda y ellos esperaban neutralizarla. En
marzo de 1915, cuando británicos y franceses ya habían iniciado el asalto
anfibio a la península de Gallípoli, los griegos reiteraron su oferta.
Concretamente, entrar en la guerra y enviar un cuerpo de ejército (tres
divisiones). Churchill estima que “había una perspectiva razonable de que con
todas estas fuerza, cumpliendo cada una de sus misiones respectivas en un plan
conjunto, se podría conquistar la península de Gallípoli y tomar Constantinopla
antes de finalizar el mes de abril [de 1915].”
Sin embargo, “Rusia fue la potencia que
destrozó de modo irremediable esta brillante y decisiva combinación”. El
ministro ruso de Asuntos Exteriores informó al embajador británico que “el
Gobierno ruso no podría consentir la participación griega en las operaciones de
los Dardanelos, pues ello conduciría seguramente a complicaciones.”
El asunto es que Grecia y Rusia ambicionaban Constantinopla y los Dardanelos. El rey de Grecia había puesto como
condición para la participación de su ejército que él sería el primero en entrar
a la Constantinopla recuperada. No obstante, los rusos también le hicieron
saber a los franceses que “el Gobierno Ruso no acepta a ningún precio la
cooperación griega a la expedición contra Constantinopla”.
Churchill responsabiliza directamente al Zar
Nicolás II de esta estrechez de miras que, finalmente, lo condujo a su propia
ruina: “¿no había ningún espíritu ancestral que conjurara ante este desgraciado
príncipe la caída de su casa, la ruina de su pueblo, el sangriento sótano de
Ekaterinemburgo?”. (Se refiere al sótano donde Nicolás II fue asesinado, junto
con su mujer, sus hijos y sus criados, por órdenes de Lenin en julio de 1918).
Y concluye con una cita latina: al que Dios
quiere perder, primero lo enloquece.
Así, en 1915, estuvo al alcance de la mano la
recuperación de Constantinopla y la catedral de Santa Sofía. La codicia, los recelos, las suspicacias y la insensatez de algunos de los
que pudieron lograrlo, frustró esa soberbia posibilidad.