Como terminan
las democracias
La siguiente es una reseña de Lydia
Morales Ripalda del libro del historiador Robert Cohen, “Atenas,
una democracia desde su nacimiento a su muerte”. Cualquier similitud con el
Perú actual no es una coincidencia.
En el capítulo XII del libro de Cohen se analizaban los síntomas de esa
enfermedad política mortal que es la demagogia. El
pueblo ateniense había perdido la reciedumbre moral, el vigor patriótico y el
respeto por la excelencia que lo habían distinguido en el
pasado.
“La masa se ha vuelto arisca y
parcial”, describía
Cohen. “Si un ciudadano noble pide la palabra,
ella se muestra inmediatamente hostil. Si ese ciudadano pronuncia frases que la
desagraden, se expone a ser precipitado desde lo alto de la tribuna. La masa se
enfada por cualquier cosa, murmura, ahoga la voz del orador. Las primeras
intervenciones de Demóstenes son otros tantos fracasos y Platón disculpa a los
ciudadanos de temple refinado por no tomar parte en la vida pública, recordando
que ahora ya nadie de calidad logra hacerse escuchar por el populacho”.
Apartados los ciudadanos de mérito, por pura repulsión, a posiciones más
interiores, la vida pública quedó en manos de los legontes,
de los charlatanes más indecentes. “Aceptamos
como consejeros a hombres que todos desprecian y los convertimos en dueños
absolutos de los asuntos del Estado”, se lamentaba Isócrates, “hombres a quienes ninguno de nosotros
querríamos confiarles nuestros asuntos personales. A esos a quienes con voz
unánime declaramos los más despreciables entre los ciudadanos, a esos mismos
los hacemos guardianes de la polis”.
Cohen trazaba un retrato de esos demagogos, “individuos oscuros, a menudo sospechosos, capaces
de poco más que vociferar y excitar a la muchedumbre” con burdas
manipulaciones. Tales sujetos, “dueños del ruido y del tumulto”, se
desenvuelven “rodeados de
agentes provocadores y de espías” y en su lucha por el poder no
retroceden “ante ningún procedimiento, calumnia,
corrupción o chantaje para abatir a sus adversarios”.
En los días de elecciones “mendigan
los votos haciendo promesas y distribuyendo alegremente” un caudal dedracmas “que
luego esperan cobrarse multiplicado” cuando alcancen el poder.
Cuando la gestión de los asuntos del Estado cae en sus manos, semejantes
personajes no manifiestan ningún escrúpulo a la hora de esquilmar las arcas
públicas ni de subir abusivamente los impuestos. “Salís
de la Asamblea sin haber arreglado nada. No habéis hecho más que repartiros las
sobras del banquete, como después de una comida a escote”, les
reprochaba un ciudadano de la época.
Las instituciones democráticas se degradaron de modo irreparable.
Llegó un momento en que en la Ecclesia,
en la Asamblea, participaban mayoritariamente individuos sin oficio ni
beneficio cuya principal motivación era el dinero que recibían por su
asistencia. “Hay atenienses para quien la patria
está donde están sus intereses”, se lamentaba otro ciudadano que
denunciaba, así, la entronización de los intereses particulares o grupales por
encima del interés general de Atenas.
Por primera vez la polis tuvo, además, problemas para completar su
ejército con ciudadanos. ¿Quién pensaba en sacrificarse o en morir por la
defensa de Atenas? Pocos soportaban ya la disciplina del entrenamiento físico y
del adiestramiento militar. Hubo que empezar a recurrir a mercenarios a la
par que los presupuestos de la defensa nacional se recortaban. No ocurría lo
mismo con las partidas de dinero público destinadas a procurar diversiones a la
muchedumbre. Ésas se mantenían intactas. O aumentaban.
Paralelamente
a la degradación política se produjo la
corrupción de la justicia y la erosión del imperio de la ley. Las leyes
dejaron de respetarse y se entronizó la arbitrariedad. Una misma falta, o un
mismo delito, podía quedar impune o ser castigado según quién lo cometiese. Los
miembros de los tribunales no eran ni selectos ni incorruptibles y todos sabían
que poniendo una bolsa de dinero sobre la mesa se podía ejercer sobre ellos una
presión tan perniciosa como eficaz.
Ciertas leyes
o procedimientos que en otro tiempo habían contribuido eficazmente a la buena
conducción de la polis ahora se desnaturalizaban o caían en desuso. Así ocurrió
con la docimasía, la investigación
sobre la moralidad de los candidatos que iban a ocupar puestos públicos. O con
la grafé paranomon, que permitía procesar al
autor de un decreto ilegal o de una ley de consecuencias dañosas para la polis. O con la ley del ostracismo,
que condenaba al destierro a todo aquel que intentara hacerse con el poder
mediante la conspiración o la violencia. “La
historia de Atenas está ahí”, escribía Cohen, “para demostrar que no siempre son
necesarias confrontaciones sangrientas para provocar daños sociales de tal
amplitud que acarreen la ruina del Estado”.
La demagogia es el halago a una sociedad envilecida,
o la manipulación de la misma, para hacerla instrumento de la propia ambición
de poder. Es la dominación arbitraria sobre el conjunto social apoyada en la
aquiescencia de una parte de la ciudadanía degradada a mero populacho. La
demagogia es la enfermedad por la que murió la primera democracia de la
historia. Minada su cohesión y su fortaleza por ese mal, Atenas se encontró
inerme para responder luego a las agresiones de quienes querían destruirla a
ella o a su poder.
Desde aquellos lejanos siglos siempre que un régimen de libertades
políticas y de participación ciudadana se ha hundido en el despotismo o en el
desorden ha sido por causa de la demagogia. No deberíamos olvidarlo.
El libro del
historiador Robert Cohen titulado “Atenas, una
democracia desde su nacimiento a su muerte” iba introducido por una
frase de Alfred Croiset que señalaba a la enfermedad que acabó con la primera
democracia de la historia: “El enemigo más temible de la democracia es la
demagogia”.
Lydia Morales Ripalda