jueves, 21 de julio de 2022

La democracia fallida

 

CONTROVERSIAS

Fernando Rospigliosi

La democracia fallida

 

        A pesar de la última crisis -que pronto será la penúltima porque surgirá otra igual o peor-, nadie se atreve ahora reconocer que estamos ante una democracia fallida, que no puede regenerarse dentro de sus procedimientos institucionales. Son casi infinitas las aparentes soluciones que se proponen, ateniéndose a las normas vigentes, pero es obvio que no hay salida en ese marco.

        El hecho de que una banda de delincuentes comunistas, ineptos e ignorantes, se haya apoderado del gobierno, con el apoyo de los caviares -que querían seguir medrando-, y que un año después no haya sido desalojada con los mecanismos establecidos en la Constitución, porque la corrupción ha carcomido profundamente toda la institucionalidad, es una demostración que esta democracia fallida no puede ser reconstruida con sus propios mecanismos.

Ahora el oportunista que aceptó el Ministerio del Interior -respaldó a Pedro Castillo durante todo este período hasta que consiguió un puesto y lo reprueba cuando lo echan-, se alza como un héroe de la democracia y ¡propone a Dina Boluarte como alternativa! Todo con la complicidad de los mismos que ayudaron a Castillo a hacerse del poder.

        Hasta ahora, por la corrupción de un número importante de congresistas, han sido inalcanzables los 87 votos para vacar al individuo que ocupa Palacio. Y tampoco se ha avanzado mucho en el tortuoso camino para destituir a la vicepresidenta, que ocupa ilegalmente ese cargo porque un deshonesto Jurado Nacional de Elecciones (JNE), irregularmente constituido, avaló ilícitamente su candidatura.

Y ese podrido JNE es el que va a conducir el proceso electoral municipal y regional, en un ambiente en que, por ejemplo, las delincuenciales rondas campesinas manejadas por el gobierno o por los poderes locales, van a imponerse por el miedo en ciertas localidades. Y cuando prefectos, sub prefectos, gobernadores y tenientes gobernadores de la red creada por el gobierno van a usar los recursos del Estado para favorecer a ciertos candidatos. Y ese JNE, eventualmente, dirigiría unas nuevas elecciones presidenciales.

Otras evidencias de la imposibilidad de renovación en el marco actual son, por ejemplo, las absurdas decisiones de magistrados de un sistema judicial capturado por los caviares y la corrupción hace tiempo, que interfieren desfachatadamente en las decisiones del Congreso que no son del gusto de esa mafia: la ley de la Sunedu, la elección del Tribunal Constitucional (TC) y el Defensor del Pueblo, etc. Se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con alguna norma, pero el único que puede intervenir en este caso es el TC y no cualquier juez. Pero esas inadmisibles interferencias son celebradas y apoyadas por la mafia caviar y sus medios de comunicación, y terminan imponiéndose.

Lo mismo pasó con el inconstitucional cierre del Congreso en setiembre de 2019. A pesar de su evidente ilegalidad, el golpe del Lagarto se consumó.

En suma, la legalidad ya no existe en el Perú. Lo que hay es una apariencia, o una farsa, que funciona de acuerdo a los intereses de quienes manejan furtivamente ciertos resortes del poder.

Algunos bienintencionados sugieren la modificación de algunas normas para salvar la agonizante democracia, lo que se denomina ingeniería constitucional. La bicameralidad, distritos electorales más pequeños, elecciones internas en los partidos políticos, eliminar el voto preferencial, por mencionar solo algunas de las más repetidas de la larguísima lista de alternativas que podrían mejorar el sistema político. En realidad, es probable que algunas de esas propuestas lo empeorarían. En todo caso, es una discusión inconducente.

        No hay duda que se requieren algunos cambios urgentes, como eliminar las necedades que comunistas y caviares han convertido en normas, como la no reelección de congresistas, gobernadores y alcaldes. O la alternancia entre hombres y mujeres en las listas parlamentarias y presidenciales. Pero nada de eso puede regenerar a lo que hoy existe en el Perú con el nombre de democracia.

        Porque además de los obstáculos señalados hay varios otros que ningún proceso de cambios constitucionales o legales puede resolver en el contexto actual. La existencia de delincuenciales oligarquías regionales -producto de la combinación de canon, descentralización y desplome de los partidos políticos-, es uno de ellos. Ahora estamos viendo sus consecuencias, cuando una alianza de esas nuevas élites corruptas se hizo del gobierno.

        La existencia de “partidos políticos” como los de César Acuña o José Luna Gálvez, o la captura de otros que alguna vez fueron partidos, como Acción Popular por bandas de malhechores, no puede resolverse con esos mismos grupos detentando parte sustancial del poder político.

        En síntesis, la democracia se ha descarrilado nuevamente en el Perú y no puede encarrilarse conducida por las gavillas que la han arruinado.

        En 1962 una crisis por acusaciones de fraude provocó una intervención castrense -la primera junta militar institucional en América Latina-, que saneó el sistema electoral y condujo a elecciones limpias. Treinta años después, en 1992, un golpe realizado por un presidente elegido -otra innovación en AL- desembocó en una Asamblea y una nueva Constitución que hoy se pretende cambiar. Treinta años después, en 2022, la democracia nuevamente está en una crisis que no tiene salida, por las razones expuestas, en su propio marco. Las opciones que hoy se barajan, solo prolongarán la crisis sin resolverla.

        Se requieren soluciones radicales para reencauzar la democracia.

Publicado en Lampadia 21/7/22

martes, 5 de julio de 2022

El golpe que no fue



El golpe que no fue

Fernando Rospigliosi

 

En setiembre de 1938 un grupo de altos mandos militares planeó un golpe para derrocar a Adolfo Hitler. Ellos se dieron cuenta que iba a conducir a Alemania a una nueva guerra y sabían que la perderían (eran profesionales de la guerra). Fracasaron.

Como en todo golpe, había algunos decididos, otros vacilantes y la mayoría expectante para sumarse al carro del vencedor.

Hitler siguió en el poder y, como varios habían previsto, condujo a Alemania a una conflagración devastadora. Cincuenta o sesenta millones de personas perecieron en la Segunda Guerra Mundial (SGM), entre ellos 7.5 millones de alemanes. Seis millones de judíos fueron asesinados. El país fue destruido, perdió la tercera parte de su territorio y, de lo quedó, la mitad fue sometida a una brutal ocupación y dictadura comunista –Alemania Oriental- que duró desde 1945 hasta 1989.

        Otra habría sido la historia si ese golpe triunfaba. Los militares que querían derrocar a Hitler no lo hacían por adhesión a la democracia sino por patriotismo, para salvar a su país de la destrucción.

        Uno de los principales inspiradores del golpe fue el general Ludwig Beck, que era Jefe del Estado Mayor del Ejército desde 1935. Cuando Hitler informó al alto mando que iba a invadir Checoeslovaquia con el pretexto de recuperar los Sudetes (región con población alemana), Beck trató de disuadirlo. Como no lo logró y la decisión de la invasión –que supuestamente ocasionaría la guerra con el Reino Unido y Francia- se mantenía, Beck renunció el 18 de agosto de 1938. Luego intentó persuadir a los mandos del Ejército para derrocar a Hitler.

        Consiguió que su reemplazante, el general Franz Halder, participara en la conspiración junto con otros mandos, como el general Erwin von Witzleben y el coronel Hans Oster, segundo de la Abwehr, el servicio de inteligencia de las Fuerzas Armadas.

El Comandante General del Ejército, Walther von Brauchitsch –ocupaba el cargo desde enero de 1938-, era uno de los que no se comprometía y esperaba el resultado. Dijo: “Yo no haré nada, pero no impediré que otros actúen, son asuntos políticos no militares.”

        El golpe se iba a producir cuando Hitler diera la orden de invasión. Pero esa orden nunca llegó.

El primer ministro británico Neville Chamberlain, dispuesto a todo para evitar la guerra y con la equivocada creencia que lo lograría cediendo ante Hitler (ver mi post “Falsificación histórica. La película ´Múnich en vísperas de una guerra´.”, 29/1/22), viajó a Alemania dos veces a entrevistarse con Hitler y, al final, con la colaboración de Benito Mussolini, logró el Acuerdo de Múnich, el 30 de setiembre de 1938, en que se entregaban los Sudetes a Alemania, sin siquiera consultarle a Checoeslovaquia.

Al no producirse la invasión, el golpe se desmontó. Y la anunciada tragedia siguió su curso.

Un año después, a mediados de agosto de 1939, cuando Hitler había decidido invadir Polonia, Halder trató nuevamente, junto con Beck, de derrocar a Hitler. Esta vez Brauchitsch se opuso. Y el 1 de setiembre se produjo la invasión, dando inicio a la Segunda Guerra Mundial.

El general Beck participó en varios complots contra Hitler en los años siguientes, hasta el último, el 20 de julio de 1944, cuando se salvó milagrosamente de la explosión de una bomba en la Guarida del Lobo. Al día siguiente Beck fue obligado a suicidarse, miles de militares y civiles fueron detenidos y asesinados o enviados a campos de concentración.

Brauchitsch, que fue uno de los generales sobornados con decenas de miles de marcos por Hitler, fue forzado a renunciar el 19 de diciembre de 1941, cuando la ofensiva alemana sobre Moscú fue detenida. Hitler asumió la Comandancia General del Ejército propiciando nuevas derrotas.

Este es un ejemplo conocido de un golpe frustrado que, de haber tenido éxito, probablemente hubiera evitado el desastre de la SGM (ver mi artículo en La República, “La Guerra que nadie quería”, 1/9/13. Como ya no está en la web de La República, lo he reproducido en mi blog http://huevosdeesturion.blogspot.com/).

Hay otros ejemplos, menos divulgados y recordados, que muestran lo mismo. En ciertas circunstancias, un golpe, normalmente indeseable, puede ser la única alternativa viable para evitar una catástrofe y reencauzar a un país antes que se produzca la hecatombe.

Pero muchas veces no se producen, por la funesta indecisión de quienes pueden hacerlo, y la corrupción y el acomodo de otros.


El general Ludwig Beck

La guerra que nadie quería


 

CONTROVERSIAS

 

Fernando Rospigliosi

 

La guerra que nadie quería


La República, 1 de setiembre de 2013

 

        Un día como hoy, 1 de setiembre, hace 74 años, empezó la Segunda Guerra Mundial (SGM), la mayor matanza en la historia de la humanidad. Murieron unos sesenta millones de personas y muchos más sobrellevaron terribles padecimientos. (Anthony Beevor, “La Segunda Guerra Mundial”).

Lo paradójico es que nadie quería esa guerra, ni los pueblos, ni los políticos, ni los militares de ningún país, salvo Adolfo Hitler y un puñado de sus seguidores.

        No siempre fue así. La Primera Guerra Mundial (PGM), por ejemplo, empezó con manifestaciones de auténtico fervor patriótico en Alemania -país que la propició-, Austria -que la inició-, Francia y otros lugares. Por ejemplo, el embajador británico en Austria informaba que ese país “se ha vuelto loco de alegría ante la perspectiva de la guerra”. (Martín Gilbert, “La Primera Guerra Mundial”).

        Pero luego de la espantosa masacre -murieron 9 millones de soldados y 5 millones de civiles- a nadie le quedaban ganas de embarcarse en una nueva contienda que se sabía, sería peor que la anterior. A nadie, salvo a Adolfo Hitler y a los más fanáticos y obtusos de sus acólitos.

 

Aprovechando el miedo

 

        Hitler utilizaba el miedo a la guerra que embargaba a los pueblos, los gobiernos y los militares de todo el mundo. “Lo que más horrorizaba a británicos y franceses era la idea de que pudiera estallar otra guerra en Europa.” (Beevor).

Entre 1936 y 1939, Hitler desconoció el tratado de Versalles, inició el rearme alemán y engulló a Austria y Checoslovaquia, amedrentando y engañando a todo el mundo. Esos triunfos lo convencieron que podía hacer lo que le viniera en gana sin que los otros reaccionaran. Se equivocó.

        Su siguiente presa era Polonia. Inglaterra y Francia esta vez se plantaron firmes y dijeron públicamente que si Hitler invadía Polonia le declararían la guerra.

Hitler cometió un error fatal y no les creyó. Como anota Beevor, se equivocó con Inglaterra que desde el siglo XVIII seguía la misma política, no permitir que una sola potencia se adueñe de Europa continental.

        La madrugada del 1 de setiembre la Wehrmacht invadió Polonia. Ese día el traductor de Hitler, Paul Schmidt le leyó el ultimátum británico: si no se retiraban de Polonia inmediatamente, le declararían la guerra. Cuando Schmidt salió, se encontró con otros jerarcas nazis y les informó. “Goering se volvió hacia mí: ´Si perdemos esta guerra -dijo- que Dios se apiade de nosotros´. Goebbels permanecía completamente solo en un rincón abatido y absorto en sus propios pensamientos.” (William Shirer, “Auge y caída del Tercer Reich”, vol. I).

        Hasta los jerarcas nazis más cercanos a Hitler –salvo Ribbentrop-, eran reacios a entrar en la guerra.

 

Ni el pueblo ni los militares

 

        Shirer, que en esa época era corresponsal norteamericano en Berlín, dice que el 1 de setiembre “después de pasearme  por Berlín y hablar con el hombre de la calle, anoté aquella mañana en mi diario: ´Todo el mundo está contra la guerra. Las gentes hablan abiertamente. ¿Cómo un país puede lanzarse a una guerra con una población tan hostil a la idea de combatir?´.”

        La respuesta, según Ian Kershaw, en su excelente biografía de Hitler, es que no importaba que los alemanes no quisiesen la guerra. “Los ciudadanos ordinarios,  fuesen cuales fuesen sus temores, no tenían poder para influir en el curso de los acontecimientos.” Simplemente “decidió Hitler” que había sometido no solo al pueblo sino a las élites, incluyendo la militar. (“Hitler”, vol. II)

        La gran mayoría de los militares evaluaba que si entraban a la guerra la perderían. El general Heinz Guderian, propulsor y jefe del arma acorazada, rememora  “No entramos en la guerra alegremente. Ningún general la hubiera aconsejado”. (“Recuerdos de un soldado”).

        Pero desde 1938, Hitler había sometido al alto mando, expulsando a los que eran capaces de enfrentarlo y ocupando él mismo el cargo de ministro de Defensa.

 

Megalómano

 

        Una de las principales razones que llevaron a Hitler a iniciar la guerra en 1939 fue su megalomanía. Él se creía predestinado a imponer el dominio alemán en el mundo y además se consideraba un genio militar. Lo dijo muchas veces. El embajador británico Neville Henderson, enviado apresuradamente al refugio del Führer en Berchtesgaden para tratar de evitar el conflicto una semana antes del inicio de la guerra, el 24 de agosto, informó a su ministerio que Hitler le dijo que “él tenía cincuenta años (...) y prefería hacer la guerra ahora antes que a los cincuenta y cinco o sesenta”. (Shirer).

        Kershaw relata que dijo algo parecido el 22 de agosto en Berchtesgaden, donde reunió al alto mando de las fuerzas armadas, medio centenar de oficiales, y les informó de su decisión de declarar la guerra. Un argumento central fue que “todo depende básicamente de mi, de mi existencia, debido a mis dotes políticas”. Tenía que iniciar la guerra antes de que enfermara o muriera.

        La lección es sencilla: un demente con poder absoluto, sin controles, puede desatar una catástrofe de proporciones inimaginables.