martes, 5 de julio de 2022

La guerra que nadie quería


 

CONTROVERSIAS

 

Fernando Rospigliosi

 

La guerra que nadie quería


La República, 1 de setiembre de 2013

 

        Un día como hoy, 1 de setiembre, hace 74 años, empezó la Segunda Guerra Mundial (SGM), la mayor matanza en la historia de la humanidad. Murieron unos sesenta millones de personas y muchos más sobrellevaron terribles padecimientos. (Anthony Beevor, “La Segunda Guerra Mundial”).

Lo paradójico es que nadie quería esa guerra, ni los pueblos, ni los políticos, ni los militares de ningún país, salvo Adolfo Hitler y un puñado de sus seguidores.

        No siempre fue así. La Primera Guerra Mundial (PGM), por ejemplo, empezó con manifestaciones de auténtico fervor patriótico en Alemania -país que la propició-, Austria -que la inició-, Francia y otros lugares. Por ejemplo, el embajador británico en Austria informaba que ese país “se ha vuelto loco de alegría ante la perspectiva de la guerra”. (Martín Gilbert, “La Primera Guerra Mundial”).

        Pero luego de la espantosa masacre -murieron 9 millones de soldados y 5 millones de civiles- a nadie le quedaban ganas de embarcarse en una nueva contienda que se sabía, sería peor que la anterior. A nadie, salvo a Adolfo Hitler y a los más fanáticos y obtusos de sus acólitos.

 

Aprovechando el miedo

 

        Hitler utilizaba el miedo a la guerra que embargaba a los pueblos, los gobiernos y los militares de todo el mundo. “Lo que más horrorizaba a británicos y franceses era la idea de que pudiera estallar otra guerra en Europa.” (Beevor).

Entre 1936 y 1939, Hitler desconoció el tratado de Versalles, inició el rearme alemán y engulló a Austria y Checoslovaquia, amedrentando y engañando a todo el mundo. Esos triunfos lo convencieron que podía hacer lo que le viniera en gana sin que los otros reaccionaran. Se equivocó.

        Su siguiente presa era Polonia. Inglaterra y Francia esta vez se plantaron firmes y dijeron públicamente que si Hitler invadía Polonia le declararían la guerra.

Hitler cometió un error fatal y no les creyó. Como anota Beevor, se equivocó con Inglaterra que desde el siglo XVIII seguía la misma política, no permitir que una sola potencia se adueñe de Europa continental.

        La madrugada del 1 de setiembre la Wehrmacht invadió Polonia. Ese día el traductor de Hitler, Paul Schmidt le leyó el ultimátum británico: si no se retiraban de Polonia inmediatamente, le declararían la guerra. Cuando Schmidt salió, se encontró con otros jerarcas nazis y les informó. “Goering se volvió hacia mí: ´Si perdemos esta guerra -dijo- que Dios se apiade de nosotros´. Goebbels permanecía completamente solo en un rincón abatido y absorto en sus propios pensamientos.” (William Shirer, “Auge y caída del Tercer Reich”, vol. I).

        Hasta los jerarcas nazis más cercanos a Hitler –salvo Ribbentrop-, eran reacios a entrar en la guerra.

 

Ni el pueblo ni los militares

 

        Shirer, que en esa época era corresponsal norteamericano en Berlín, dice que el 1 de setiembre “después de pasearme  por Berlín y hablar con el hombre de la calle, anoté aquella mañana en mi diario: ´Todo el mundo está contra la guerra. Las gentes hablan abiertamente. ¿Cómo un país puede lanzarse a una guerra con una población tan hostil a la idea de combatir?´.”

        La respuesta, según Ian Kershaw, en su excelente biografía de Hitler, es que no importaba que los alemanes no quisiesen la guerra. “Los ciudadanos ordinarios,  fuesen cuales fuesen sus temores, no tenían poder para influir en el curso de los acontecimientos.” Simplemente “decidió Hitler” que había sometido no solo al pueblo sino a las élites, incluyendo la militar. (“Hitler”, vol. II)

        La gran mayoría de los militares evaluaba que si entraban a la guerra la perderían. El general Heinz Guderian, propulsor y jefe del arma acorazada, rememora  “No entramos en la guerra alegremente. Ningún general la hubiera aconsejado”. (“Recuerdos de un soldado”).

        Pero desde 1938, Hitler había sometido al alto mando, expulsando a los que eran capaces de enfrentarlo y ocupando él mismo el cargo de ministro de Defensa.

 

Megalómano

 

        Una de las principales razones que llevaron a Hitler a iniciar la guerra en 1939 fue su megalomanía. Él se creía predestinado a imponer el dominio alemán en el mundo y además se consideraba un genio militar. Lo dijo muchas veces. El embajador británico Neville Henderson, enviado apresuradamente al refugio del Führer en Berchtesgaden para tratar de evitar el conflicto una semana antes del inicio de la guerra, el 24 de agosto, informó a su ministerio que Hitler le dijo que “él tenía cincuenta años (...) y prefería hacer la guerra ahora antes que a los cincuenta y cinco o sesenta”. (Shirer).

        Kershaw relata que dijo algo parecido el 22 de agosto en Berchtesgaden, donde reunió al alto mando de las fuerzas armadas, medio centenar de oficiales, y les informó de su decisión de declarar la guerra. Un argumento central fue que “todo depende básicamente de mi, de mi existencia, debido a mis dotes políticas”. Tenía que iniciar la guerra antes de que enfermara o muriera.

        La lección es sencilla: un demente con poder absoluto, sin controles, puede desatar una catástrofe de proporciones inimaginables.

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