CONTROVERSIAS
Fernando Rospigliosi
La guerra que nadie quería
La República, 1 de setiembre de 2013
Un día como
hoy, 1 de setiembre, hace 74 años, empezó la Segunda Guerra Mundial (SGM), la
mayor matanza en la historia de la humanidad. Murieron unos sesenta millones de
personas y muchos más sobrellevaron terribles padecimientos. (Anthony Beevor,
“La Segunda Guerra Mundial”).
Lo paradójico
es que nadie quería esa guerra, ni los pueblos, ni los políticos, ni los
militares de ningún país, salvo Adolfo Hitler y un puñado de sus seguidores.
No siempre
fue así. La Primera Guerra Mundial (PGM), por ejemplo, empezó con
manifestaciones de auténtico fervor patriótico en Alemania -país que la
propició-, Austria -que la inició-, Francia y otros lugares. Por ejemplo, el
embajador británico en Austria informaba que ese país “se ha vuelto loco de
alegría ante la perspectiva de la guerra”. (Martín Gilbert, “La Primera Guerra
Mundial”).
Pero luego
de la espantosa masacre -murieron 9 millones de soldados y 5 millones de
civiles- a nadie le quedaban ganas de embarcarse en una nueva contienda que se
sabía, sería peor que la anterior. A nadie, salvo a Adolfo Hitler y a los más
fanáticos y obtusos de sus acólitos.
Aprovechando el miedo
Hitler
utilizaba el miedo a la guerra que embargaba a los pueblos, los gobiernos y los
militares de todo el mundo. “Lo que más horrorizaba a británicos y franceses
era la idea de que pudiera estallar otra guerra en Europa.” (Beevor).
Entre 1936 y
1939, Hitler desconoció el tratado de Versalles, inició el rearme alemán y engulló
a Austria y Checoslovaquia, amedrentando y engañando a todo el mundo. Esos triunfos
lo convencieron que podía hacer lo que le viniera en gana sin que los otros
reaccionaran. Se equivocó.
Su siguiente
presa era Polonia. Inglaterra y Francia esta vez se plantaron firmes y dijeron públicamente
que si Hitler invadía Polonia le declararían la guerra.
Hitler cometió
un error fatal y no les creyó. Como anota Beevor, se equivocó con Inglaterra
que desde el siglo XVIII seguía la misma política, no permitir que una sola
potencia se adueñe de Europa continental.
La madrugada
del 1 de setiembre la Wehrmacht invadió Polonia. Ese día el traductor de
Hitler, Paul Schmidt le leyó el ultimátum británico: si no se retiraban de
Polonia inmediatamente, le declararían la guerra. Cuando Schmidt salió, se
encontró con otros jerarcas nazis y les informó. “Goering se volvió hacia mí:
´Si perdemos esta guerra -dijo- que Dios se apiade de nosotros´. Goebbels
permanecía completamente solo en un rincón abatido y absorto en sus propios
pensamientos.” (William Shirer, “Auge y caída del Tercer Reich”, vol. I).
Hasta los
jerarcas nazis más cercanos a Hitler –salvo Ribbentrop-, eran reacios a entrar
en la guerra.
Ni el pueblo ni los militares
Shirer, que en
esa época era corresponsal norteamericano en Berlín, dice que el 1 de setiembre
“después de pasearme por Berlín y hablar
con el hombre de la calle, anoté aquella mañana en mi diario: ´Todo el mundo
está contra la guerra. Las gentes hablan abiertamente. ¿Cómo un país puede
lanzarse a una guerra con una población tan hostil a la idea de combatir?´.”
La
respuesta, según Ian Kershaw, en su excelente biografía de Hitler, es que no
importaba que los alemanes no quisiesen la guerra. “Los ciudadanos
ordinarios, fuesen cuales fuesen sus temores,
no tenían poder para influir en el curso de los acontecimientos.” Simplemente
“decidió Hitler” que había sometido no solo al pueblo sino a las élites,
incluyendo la militar. (“Hitler”, vol. II)
La gran
mayoría de los militares evaluaba que si entraban a la guerra la perderían. El
general Heinz Guderian, propulsor y jefe del arma acorazada, rememora “No entramos en la guerra alegremente. Ningún
general la hubiera aconsejado”. (“Recuerdos de un soldado”).
Pero desde 1938,
Hitler había sometido al alto mando, expulsando a los que eran capaces de
enfrentarlo y ocupando él mismo el cargo de ministro de Defensa.
Megalómano
Una de las principales
razones que llevaron a Hitler a iniciar la guerra en 1939 fue su megalomanía. Él
se creía predestinado a imponer el dominio alemán en el mundo y además se
consideraba un genio militar. Lo dijo muchas veces. El embajador británico
Neville Henderson, enviado apresuradamente al refugio del Führer en
Berchtesgaden para tratar de evitar el conflicto una semana antes del inicio de
la guerra, el 24 de agosto, informó a su ministerio que Hitler le dijo que “él
tenía cincuenta años (...) y prefería hacer la guerra ahora antes que a los
cincuenta y cinco o sesenta”. (Shirer).
Kershaw
relata que dijo algo parecido el 22 de agosto en Berchtesgaden, donde reunió al
alto mando de las fuerzas armadas, medio centenar de oficiales, y les informó
de su decisión de declarar la guerra. Un argumento central fue que “todo
depende básicamente de mi, de mi existencia, debido a mis dotes políticas”. Tenía
que iniciar la guerra antes de que enfermara o muriera.
La lección
es sencilla: un demente con poder absoluto, sin controles, puede desatar una
catástrofe de proporciones inimaginables.
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