viernes, 21 de octubre de 2022

La demagogia como final de la democracia

Como terminan las democracias

       

        La siguiente es una reseña de Lydia Morales Ripalda del libro del historiador Robert Cohen, “Atenas, una democracia desde su nacimiento a su muerte”. Cualquier similitud con el Perú actual no es una coincidencia.

 

En el capítulo XII del libro de Cohen se analizaban los síntomas de esa enfermedad política mortal que es la demagogia. El pueblo ateniense había perdido la reciedumbre moral, el vigor patriótico y el respeto por la excelencia que lo habían distinguido en el pasado. 

“La masa se ha vuelto arisca y parcial”, describía Cohen. “Si un ciudadano noble pide la palabra, ella se muestra inmediatamente hostil. Si ese ciudadano pronuncia frases que la desagraden, se expone a ser precipitado desde lo alto de la tribuna. La masa se enfada por cualquier cosa, murmura, ahoga la voz del orador. Las primeras intervenciones de Demóstenes son otros tantos fracasos y Platón disculpa a los ciudadanos de temple refinado por no tomar parte en la vida pública, recordando que ahora ya nadie de calidad logra hacerse escuchar por el populacho”. 

Apartados los ciudadanos de mérito, por pura repulsión, a posiciones más interiores, la vida pública quedó en manos de los legontes, de los charlatanes más indecentes. “Aceptamos como consejeros a hombres que todos desprecian y los convertimos en dueños absolutos de los asuntos del Estado”, se lamentaba Isócrates, “hombres a quienes ninguno de nosotros querríamos confiarles nuestros asuntos personales. A esos a quienes con voz unánime declaramos los más despreciables entre los ciudadanos, a esos mismos los hacemos guardianes de la polis”. 

Cohen trazaba un retrato de esos demagogos, “individuos oscuros, a menudo sospechosos, capaces de poco más que vociferar y excitar a la muchedumbre” con burdas manipulacionesTales sujetos, “dueños del ruido y del tumulto”, se desenvuelven “rodeados de agentes provocadores y de espías” y en su lucha por el poder no retroceden “ante ningún procedimiento, calumnia, corrupción o chantaje para abatir a sus adversarios”. 

En los días de elecciones “mendigan los votos haciendo promesas y distribuyendo alegremente” un caudal dedracmas “que luego esperan cobrarse multiplicado” cuando alcancen el poder. Cuando la gestión de los asuntos del Estado cae en sus manos, semejantes personajes no manifiestan ningún escrúpulo a la hora de esquilmar las arcas públicas ni de subir abusivamente los impuestos. “Salís de la Asamblea sin haber arreglado nada. No habéis hecho más que repartiros las sobras del banquete, como después de una comida a escote”, les reprochaba un ciudadano de la época.

Las instituciones democráticas se degradaron de modo irreparable.

Llegó un momento en que en la Ecclesia, en la Asamblea, participaban mayoritariamente individuos sin oficio ni beneficio cuya principal motivación era el dinero que recibían por su asistencia. “Hay atenienses para quien la patria está donde están sus intereses”, se lamentaba otro ciudadano que denunciaba, así, la entronización de los intereses particulares o grupales por encima del interés general de Atenas.

Por primera vez la polis tuvo, además, problemas para completar su ejército con ciudadanos. ¿Quién pensaba en sacrificarse o en morir por la defensa de Atenas? Pocos soportaban ya la disciplina del entrenamiento físico y del adiestramiento militar. Hubo que empezar a recurrir a mercenarios a la par que los presupuestos de la defensa nacional se recortaban. No ocurría lo mismo con las partidas de dinero público destinadas a procurar diversiones a la muchedumbre. Ésas se mantenían intactas. O aumentaban.

Paralelamente a la degradación política se produjo la corrupción de la justicia y la erosión del imperio de la ley. Las leyes dejaron de respetarse y se entronizó la arbitrariedad. Una misma falta, o un mismo delito, podía quedar impune o ser castigado según quién lo cometiese. Los miembros de los tribunales no eran ni selectos ni incorruptibles y todos sabían que poniendo una bolsa de dinero sobre la mesa se podía ejercer sobre ellos una presión tan perniciosa como eficaz.

Ciertas leyes o procedimientos que en otro tiempo habían contribuido eficazmente a la buena conducción de la polis ahora se desnaturalizaban o caían en desuso. Así ocurrió con la docimasía, la investigación sobre la moralidad de los candidatos que iban a ocupar puestos públicos. O con la grafé paranomonque permitía procesar al autor de un decreto ilegal o de una ley de consecuencias dañosas para la polis. O con la ley del ostracismo, que condenaba al destierro a todo aquel que intentara hacerse con el poder mediante la conspiración o la violencia. “La historia de Atenas está ahí”, escribía Cohen, “para demostrar que no siempre son necesarias confrontaciones sangrientas para provocar daños sociales de tal amplitud que acarreen la ruina del Estado”.

La demagogia es el halago a una sociedad envilecida, o la manipulación de la misma, para hacerla instrumento de la propia ambición de poder. Es la dominación arbitraria sobre el conjunto social apoyada en la aquiescencia de una parte de la ciudadanía degradada a mero populacho. La demagogia es la enfermedad por la que murió la primera democracia de la historia. Minada su cohesión y su fortaleza por ese mal, Atenas se encontró inerme para responder luego a las agresiones de quienes querían destruirla a ella o a su poder.

Desde aquellos lejanos siglos siempre que un régimen de libertades políticas y de participación ciudadana se ha hundido en el despotismo o en el desorden ha sido por causa de la demagogia. No deberíamos olvidarlo.

 

El libro del historiador Robert Cohen titulado “Atenas, una democracia desde su nacimiento a su muerte” iba introducido por una frase de Alfred Croiset que señalaba a la enfermedad que acabó con la primera democracia de la historia: “El enemigo más temible de la democracia es la demagogia”.

Lydia Morales Ripalda



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